En contra de lo que muchos piensan, la proteína del arte no está en el mercado ni en los blockbusters (exposiciones de éxito), sino en los huecos que dejan las calles, en los parques y plazas, en las pantallas fluorescentes, con sus códigos visuales por los que interpretamos el mundo. El arte público es un medio de comunicación de masas, sus monumentos rellenan la brecha entre la memoria —a veces es solo fantasía— y la realidad. Y su peso no es el de los metales con los que han sido fundidos; mucho mayor es la gravedad de la tradición, el recuerdo social o ejemplar.
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